Con cuatro horas de antelación lo único que queda por hacer en un aeropuerto es dar vueltas, beber, comer, gastar los últimos dólares y las últimas energías que te quedan en un estúpido intento de apurar las mejores vibraciones del viaje. El problema es que aún quedaban 10.000 kilómetros (algo más para Blanco y para mí) hasta llegar a casa. Gracias al Dios del Country, los aviones de Houston a París y de París a Vigo iban medio vacíos. En el aeropuerto George Bush (padre) de Houston había carteles que decían “High risk of terrorist atack”, pero pasamos relativamente bien el cacheo correspondiente. A mí me hicieron enseñar las armónicas (no sé qué es lo que piensan que son en todos controles del mundo) y la tarta que nos regaló Hardy. Como en la caja ponía “Made In Texas”, hasta les hizo gracia pero, francamente, dentro de una tarta puede ir cualquier cosa...
¿El vuelo Houston-París? Bueno, bien, si no fuera por la hora y pico de turbulencias que pasamos bordeando el Caribe a la altura de Nueva Orleáns. La cena tardó en aparecer porque l@s azafat@s daban tumbos por los pasillos del avión.
Los problemas surgieron en París. En el aeropuerto Charles De Gaulle tuvimos que correr cientos (o miles) de metros para llegar a lo que pensábamos que era nuestra terminal. Craso error: aún quedaba un autobús lanzadera que casi se estrella nada más arrancar. Al llegar al sitio que nos correspondía en semejante monstruo faraónico, con los aviones ejerciendo de momias, el nuevo control fue una risa. Otro aviso para navegantes: resulta que si compras unas salsas tejanas en el aeropuerto de Houston, en el de París te dicen que es ilegal llevarlas en el equipaje de mano. ¡Argh! Blanco se negó a dejarlas allí (¡25 dólares en salsas picantes!) y yo le seguí con las mías para facturarlas. ¡What a manager! Tuvimos que pasar otra vez el control y casi perdemos el avión, pero lo conseguimos acordándonos de la madre de los hermanos Lumière (¡si es que tuvimos que cargar con la cámara de Mikel a hombros para meter las salsas en la bolsa!) y de la del fundador de Air France. Y precisamente de Mikel Clemente (¡pareado!) nos despedimos en la puerta de embarque. (Como resulta obvio, no pudimos escribir desde allí.) Ya había amanecido llegando a Francia y volamos hechos una pena hasta Vigo. Descubrir las nuevas obras de la ciudad no fue una sorpresa (pasa cada dos días) y sobrevivimos a la aventura. ¡Ríase usted de Cabeza de Vaca!
Ahora, tras unas horas de sueño, puedo redactar estas últimas notas. Estamos vivos. Hardy mandó un mensaje alegrándose de que Dios no nos matara. El trabajo hecho, El cuerpo machacado. El cerebro con siete horas de adelanto; o de atraso, vaya usted a saber. Sólo queda que escuchéis el disco para que os creáis todo lo que os hemos ido contando. ¡Salud, compatriotas!
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